miércoles, 1 de abril de 2009

Saltando

Saltar. Bonita palabra.

Son muchas las cosas que pueden pasar si saltamos. Algunos se pierden; unos se rompen algún miembro del cuerpo, incluso hay quien muere en el intento. Otros caen de pie -como los gatos-, y otros, simplemente, vuelan.

A mí me gusta saltar, me divierte. Se experimenta un vacío fugaz, un momento de incertidumbre. Nos preguntamos cómo será la caída. Yo nunca he sido una persona demasiado aventurera. No soy quien sueña con tirarse en paracaídas, en parapente o en bungee. Digamos, pues, que no nací para el peligro. Al menos para ese tipo de peligro. ¡Qué ganas de arriegar la vida por un instante de vacío! Esas emociones fuertes de ficción, me desagradan. Además me dan vértigo. Y siempre he tenido la firme convicción de que muchas de las personas que recurren al vuelo fácil y pagado, es porque no se atreven, con sus acciones y su cuerpo, a realizar actividades que les proporcionen la misma adrenalina. Si queremos experimentar la sensación de una caída libre, son muchas las cosas que podemos hacer (creo yo) sin recurrir a una fuente externa que no seamos nosotros mismos. Pero no criticaré. Cada cual con su recurso.

Yo, por ejemplo, experimento ese vacío cuando estoy en escena. Y no son sólo palabras cliché del medio. En realidad sucede así. Minutos antes, cuando los aplausos ansiosos del público demandan la aparición del actor en las tablas, yo estoy cayendo un poco más. Y finalmente, cuando decido pisar el escenario, en realidad estoy saltando, sin cuerdas, sin alas artificiales -que ya eso se lo dejo al pobre Ícaro-. Siempre hay un ápice de miedo, una gota de incertidumbre. Un momento en el que creo que las alas jamás se abrirán. Pero basta una palabra, un movimiento, un cambio de luz, y el miedo desaparece. Las alas se abren y entonces la caída se convierte en un vuelo seguro. El aterrizaje no se ve forzado. Ahí me doy cuenta que no importa más nada. Que la caída me pertenece. Y saltar siempre vale la pena.

No soy una persona cursi, ustedes deberían saberlo. Y si no lo sabías esta es una buena manera de hacerlo. Pero no soy radical con esto. He tenido momentos cursis en la vida y no tengo problemas con eso. De hecho creo que muchas veces sólo se trata de una actitud egoísta de mi parte. Me exaspera la cursilería en el lenguaje corporal de otro, en la mirada de otro. Pero cuando se trata de mí no me detengo mucho a racionalizarlo. Incluso me permitiré un momento cursi en este momento. Un beso. Un beso siempre implica un salto al vacío. Entonces porqué si besar resulta algo tan sencillo, tan económico, recurrimos al contrato del vuelo artificial. Besemos de verdad y saltemos. Si no puedes hacerlo, algo está mal contigo. Lo siento.

Muchas veces la gente salta y se les señala., se les acusa socialmente. Estúpida sociedad entonces. Existe un derecho divino, un contrato de nacimiento que se llama libertad. Qué placer tener la capacidad de adueñarse de esa palabra, así sea para justificar nuestros saltos. Y si te conviertes en un proxeneta de la libertad, en un “libertino”, ése ya es problema tuyo. Que no se me acuse a mí de estar propiciando vicios y saltos al vacío ¿eh? O no.

¿Cuánto de real hay en lo saltos? Yo creo que mucho.

Entonces no me queda más que saltar. Os lo recomiendo. Pónganlo en práctica. Salten de vez en cuando: en la casa, en el trabajo, en la calle. Salten y pásenla bien.