viernes, 24 de julio de 2009

Y tú, ¿cuántas palabras sabes?

Hay personas que tienen buena memoria. Muchas de ellas recuerdan cosas que pasaron hace mucho tiempo. Otras suelen recordar los pequeños detalles en los que nadie se fija. Existen también quienes lo recuerdan todo. Y hay otros que no recuerdan absolutamente nada. Yo me atrevería a decir que yo tengo memoria selectiva. Me acuerdo de lo que me quiero acordar. Pero esto no funciona así de simple. Esas cosas no las decido yo, las decide mi subconsciente. Por ejemplo, hay cosas que recuerdo porque me impactaron en ese momento, aunque hoy no representen nada para mí. Pero hay un problema, también olvido cosas. Momentos que quizá fueron importantes para mí o para alguien más y yo, así como así, las borré de mi mente por algún motivo. No quiero con esto decir que esas situaciones no me hayan impresionado de alguna manera, pero es así. No hay excusas. Simplemente no las recuerdo. Así que no confíen demasiado en los juegos de memoria que jugaban cuando eran pequeños. Yo jugué bastante y ya ven lo que pasó, el resultado no está garantizado. Nadie te da un certificado de que te acordarás de todo por ejercitar tu memoria.

El otro día, en mitad de una conversación, pensé que sería bonito poder recordar cómo aprendimos cada palabra que sabemos. Ya sé que suena loco, pero ésta es mi fantasía y puede ser todo lo loca que quiera. Inmediatamente que pensé en eso traté de recordar cómo había aprendido esta o aquella palabra. Y sólo vino a mi mente una. Sólo recuerdo cómo aprendí lo que significa la palabra: cosmopolita. A continuación una pequeña anécdota de cómo fue que aprendí el significado de esta palabra:

Anécdota.

Ya había acabado la magia de las 12 campanadas, las uvas estaban siendo procesadas, la ropa interior amarilla estaba ya en el suelo, y en el cielo sólo quedaba una humareda causada por los restos los juegos pirotécnicos. Era una mañana de un primero de enero. Mi familia siempre se reúne este día para comer los restos de la noche anterior. Yo aún era una criatura pequeña e inocente. Disfrutaba de mi arepa con pernil, mi jugo de naranja (natural) y de la ensalada. Los adultos sostenían una conversación mientras comían. Yo escuchaba con atención, todavía no me sentía con la propiedad de intervenir en este tipo de conversaciones. Recordaré, nuevamente, que aún era una criatura pequeña e inocente. Aclarado esto, continúo. En ese momento un tío hace alusión a la palabra en cuestión. Cosmopolita. Yo, que me había distraído un poco de la conversación, escuché la palabra sin conocer su contexto. Alcé mi mano como si estuviese en el salón de clases y pregunté: ¿Y quién es Cosmopolita? A pesar de mi corta edad para entonces, confieso que me parecía un nombre bastante extraño para alguien. Una colectiva carcajada de apoderó del comedor. Uno de mis tíos se dignó a explicarme el significado de la palabra y, desde entonces, sé que Cosmopolita no es un nombre excéntrico ni plausible, sino un adjetivo.

Fin de la anécdota.

Esta historia no se trata de aprender palabras nuevas. Creo que cada palabra encierra algo mágico, trascendente o importante. Sólo es una utopía más que añado a mi colección. Pero qué bonito sería recordar cómo aprendimos cada palabra. Creo que cada quien prestaría más atención a lo que dice. Usaríamos las palabras con mucha más mesura porque significarían algo real.

martes, 2 de junio de 2009

Cuentos sobre el absurdo

Ahora todo es de todos. Bajo esta premisa tuve que entregar mi celular por segunda vez a un desconocido. La frase anterior es una manera elegante de decir que me robaron otra vez. Si leyeron el cuento anterior pues ya deben saberlo.

Comprar un celular nuevo en este país es una odisea. Sí, como la que emprendió Ulises para volver a Ítaca. Ya había esperado HORAS el diciembre pasado para poder adquirir un nuevo teléfono. Y compré cualquier teléfono. No vaya Usted a creer que se trataba de estos supersónicos dispositivos móviles conocidos como Blackberry. Era un artefacto cualquiera, pero de cualquier modo fueron horas para que éste pudiese llegar a mis manos. Aunque Usted no lo crea señor lector, hay países donde los celulares le llegan a sus casas. No tiene que hacer casi nada. Repito: ¡Casi nada!

Breve relato histórico.

Venezuela es un país que todavía anda a caballos. Lo sabemos y lo asumimos con dignidad (bueno, algunos). Y es que resulta que no tenemos mucho tiempo de haber nacido como república, si es que en algún momento la hemos tenido. Bolívar no nos queda demasiado lejos si miramos atrás. Es decir, que llegamos tarde a la civilización, pues. Y sería cómodo buscar culpables –que seguramente hay para tirar para el techo- pero de esto no me ocuparé yo. Aquí las cosas siempre llegan después, de a ratico. Lo que le sobre a los países grandes. Dirán que soy cruel pero, lamentablemente, es nuestra realidad. Hay gente que aún no quiere asumir esta realidad con tanta dignidad y prefiere hacerse el loco. Siguen creyendo en pajaritos preñados (nunca me ha gustado este dicho popular, pero la imagen me divierte. Pajaritos preñados, no pajaritas).

Todo este cuento es para decir que seguimos jugando con la política en el país. Ahora estamos en el período circense donde, un centenar de payasos, distraen con maromas las desgracias de una nación. Una de esas distracciones fue haber nacionalizado la más importantes empresa de comunicaciones del país, sin contar con gente capacitada para manejar dichos asuntos. Ahora Cantv y Movilnet son de todos. Por cosas del destino –que yo no quiero culpar a nadie, ¿ah?- desde que se adueñaron también de la empresa, el internet por banda ancha ha bajado su calidad y rapidez, las señales han comenzado a verse comprometidas y, lo que me afecta directamente a mí en este momento, los sistemas han empezado a colapsar.

Fin del breve relato histórico.

Como dije, hay países en los que comprar un celular es una cosa intrascendente. Yo no sé si es que al venezolano le gusta complicarse la vida cuando tiene ya bastantes angustias encima pero, lo que sí sé es que hoy no pude reactivarle la línea a mi celular. ¿Por qué? Realmente no me importa. Siempre me ha desesperado cuando los problemas de este tipo comienzan a entorpecer mi ritmo de vida. El señor que atendía me dijo: “Pero puede esperar 20 minutos a ver si vuelve el sistema”. Sólo diré que no fueron 20 minutos los que esperé sino una hora. Como todo. Y era ya de esperarse que la línea no hubiera vuelto. Entré a preguntar nuevamente y el caballero me instó a que esperara otros 20 minutos. A MÍ NO ME GUSTA PERDER EL TIEMPO. Mentira. Sí me gusta. Pero cuando yo decido perderlo, no cuando algún incapaz me hace tirarlo a la basura de manera gratuita.

Cuento anexo al mismo cuento.

Siempre he creído que los vigilantes, los guachimanes, los porteros y cualquier otro agregado, tienen problemas con el poder. Y cuando digo que tienen problemas con el poder, lo que quiero decir es que tienen frustraciones con el poder. Entonces, cuando creen tener un poco de autoridad se vuelven como locos. No saben manejarlo. Como fashionistas con descuentos en Prada. El caso es que en esta sucursal de Movilnet La señal que nos une -o no- había un individuo que fungía de vigilante. Por demás decir que portaba la inutilidad por bandera. Queriendo hacer mucho no hacía nada. Estaba de primero en la fila con mi padre, que me acompañaba, nos estaban atendiendo y el muy subnormal me ha pedido que hiciera mi propia fila. En cualquier otro momento pude haberle dicho algo pedante. Pero esta vez era tan inútil intentar explicarle que estaba siendo ¡ATENDIDO! que opté por dirigirle una mirada de desprecio. Algo de inteligencia debe haber tenido porque entendió que el señor al que estaban atendiendo era mi padre.

Como este cuento hay muchos para contar. Todo esto cansa. Pasar por situaciones tan inverosímiles todos los días es agotador. Sé que todo cambiará para mí. Ahora, en cuanto a Venezuela, no lo sé.

domingo, 31 de mayo de 2009

Ciudad de caos

Un viernes normal estaba a punto de empezar. Se despertó ingenuamente como cada mañana de su monotemática vida. Nada nuevo, nada especial. Todo rutina. Un extraño pero entusiasta ánimo le acompañaba.

No. No quiero empezar esta historia así. Borren de sus mentes ese comienzo. Es estúpido, aburrido y sin personalidad. Sobre todo si se trata de una historia tan particular como la que aquí será narrada. Y les pido que no recuerden aquel inicio porque, francamente, no sé cómo empezar esta crónica. Crónica por decir algo. No me gusta encasillar a las palabras. Es como quitarles parte de su pureza. Qué sé yo.

Viernes 29 de mayo de 2009.
Hora: inicios de la mañana, para ser exactos

Como cada día me dirigía a la universidad. Bajo caminando desde mi casa hasta la estación de metro más cercana. Estación: Zona Rental (a todo aquel lector que haya sido usuario del metro, le invito a que se imagine cómo sonaría el nombre de la estación dicha por la agradable voz del vagón. Es una recomendación innecesaria).

Estaba yo a la altura de los perros calenteros, muy cerca de la entrada al metro. De pronto escucho una voz. No es que me estaba volviendo loco. No tenía esquizofrenia de pronto. Era una voz real. La voz estaba cada vez más cerca. Era la voz de un hombre. Cuando volteé lo tenía justo detrás de la espalda. Me pidió dinero para los pañales de su hija.

A continuación: un paréntesis ( ). No me importará quedar como un parásito humano, como escoria. Pero he de admitirlo. Odio darle dinero a la gente. Punto. Ya lo dije. No me queda nada por dentro. Nunca me ha gustado. Si no tienen dinero, pues a mí tampoco me sobra.

Continúo. Me quedé en los pañales de la hija. Ya dije que no me gusta darle dinero a la gente, pero, en este caso, me pareció necesario. Y no porque el papa Juan Pablo II haya reencarnado en mí. No. Fue porque nada más y nada menos el amigo que dijo que tenía una pistola, y que si no le proporcionaba el dinero me abaleaba. Sí. Del verbo: abalear.

Humildemente saqué mi cartera. Le di los únicos dos bolívares (fuertes) miserables que venía arrastrando desde el martes. El señor, inconforme, me ha dicho que eso no le servía para nada. Y yo que pensaba comprarme cualquier chuchería en la feria porque era viernes, y sería bonito terminar la semana con algo dulce. Pero bueno, así somos los seres humanos: inconformes por naturaleza. Acto seguido, el caballero, que andaba de blue jean y chemise azul, me pidió que le enseñara mi teléfono celular. En ese momento pensé: “Coño, me volvieron a robar el teléfono”. Saqué el teléfono, que era cualquier teléfono, y tuve la decencia de advertirle a mi verdugo que no era un buen equipo. No sabría decir si era que el señor era bruto, o estaba más nervioso que yo, pero el muy imbécil me ha preguntado que qué era eso. Yo dije en mi cabeza: “Coño, pero qué va a ser, un celular, animal”. Pero mi valentía no es tal y sólo pude preguntarle que a qué se refería. El ladrón vuelve a preguntar, esta vez con más claridad, que si era Digitel o Movilnet. Respondí: Movilnet.

El imbécil comenzó a marcar cualquier número. Perdón. Intenté mantener el respeto por el caballero durante la primera parte del relato pero mejor ya más no. Es un imbécil. Yo, que soy un alma noble (señores, no se alarmen, no es mi ego el que habló. Realmente soy una persona noble) Y porque soy una persona noble, o quizás estúpida, le expliqué que primero debía marcar 0212… o 0414. Lo que sea. Situación absurda y surrealista. Quería gritar: ¡Dalí, sal de donde quiera que estés!

El ladrón me invita a que lo acompañe a un cajero. Pensé: “Coño, bien bueno. Ahora me va a secuestrar”. Le dije, muy serenamente, que no tenía dinero en el cajero. Era cierto. No tenía dinero en el cajero. Él insistió. Hasta que, finalmente, tuve que malandrearlo. Le respondí a su nueva petición, literalmente: “Estoy pelando bolas, marico”. Dejó el asunto del cajero por un momento y pidió ver lo que había en el bolso. Muy amablemente le enseñé mi almuerzo (croquetas de atún, arroz, plátanos dulces y una manzana). Luego le mostré mis cuadernos y le ofrecí “Cuando quiero llorar no lloro” de Miguel Otero Silva. Rechazó casi con asco mi libro. Yo me ofendí y volví a pensar. Dije en mi mente: “Y encima de todo, bruto”. Si no lo quería leer, al menos pudo haberlo vendido ¿no?

Después de casi diez minutos de conversación, con el que estaba a punto de convertirse en mi amiguito, me dejó ir porque le dije que iba tarde para una clase. No sin antes insistir nuevamente en que lo acompañara para un cajero. Pero creo que los dos bolívares fuertes, el celular (que se quedó), y la cara de trauma, hicieron que el señor se apiadara de mí y me dejara ir. Caminé rápido y sin mirar atrás hasta llegar a la cola del vagón del metro. Quería escupirle la cara a cualquier persona que se atreviese a mirarme. Sentí nuevamente lástima por este país que agoniza a diario.

En la cola del metro se encontraba una buena amiga mía. De esas cosas que pasan por algo al azar. Ella es bien divertida. O eso creo yo. Se hace llamar Bernie. Es este un buen momento para agradecerle su compañía en el metro. Gracias a ella tomé las cosas con humor. La ira fue desapareciendo poco a poco. Incluso, logré construir un stand up comedy con el material absurdo del robo de mi teléfono celular. Estación: Zona Rental.
Pequeño epílogo.
Escribo sobre este episodio de mi vida porque no hay nada más REAL que la situación de caos en la que sigue hundiéndose Venezuela...

jueves, 14 de mayo de 2009

¿Tú qué harías si fueras Dios?

Ayer me dijeron que escribo como Dios. Esta persona no sabía si Dios escribía o no, pero de hacerlo, al parecer yo lo haría igual a él. ¡Vaya compromiso! Pensé. Pero sí, me aseguró que escribía divino. (A ella le queda divino el negro y el amarillo, por cierto). ¿Cuántas cosas más haré igual a Dios?, ¿Pensaré igual que Dios?, ¿Seré como Dios en la cama? Dirán tal vez que soy profano, pero yo sí creo que Dios tenía –o tiene- sexo. ¿Y por qué no pudo haberlo tenido? Yo lo quiero más por eso, me hace pensar que era un tipo más humano. Además está en todas partes. ¡Eso es admirable! Me gustaría tener ese súper poder.

No soy ateo, ni mucho menos agnóstico. Creo en Dios. Pero ahora no quiero que Ud. señor lector, haga una especie de vínculo extraño. Me explicaré. No piense Usted que Dios escribe a través de estas manos impías. Él no se está manifestando a través de mí. No malinterpreten a mí amiga, que ella sólo quería hacerme un cumplido. Que yo no soy el mesías del que habla la Biblia, ni he venido a salvar a la humanidad de las pailas del infierno. Si me lo preguntan, diría que ardemos todos los días en él. Ya es costumbre y, lo más curioso, es que nos gusta. Al menos a mí.

No quiero de pronto tener más responsabilidades porque se me atribuyan facultades propias de una deidad. ¡Que ya basta con las que tengo! No soy Dios. Pero una vez lo quise, he de admitirlo. Ahora me pregunto por qué. Seguramente estaría ya asqueado de tantas peticiones. Sean estos algunos ejemplos: “¡Dios mío, terminé con mi novio, no sé qué hacer, ayúdame por favor!”; “¡Dios mío, ayúdame a pasar este examen ¿sí?! (Con voz de súplica)”; “¡Ay Dios mío, estoy gorda, por fa ayúdame con esta dieta!”; “¡Dios mío, estoy perdido, ayúdame a encontrar el camino!”. Y así podríamos seguir con mil peticiones más: la paz mundial, la inmortalidad del cangrejo, que se vaya Chávez, la guerra, llegar a Ítaca sin estar decepcionados, qué sé yo, cualquier necedad que usted desee agregar.

¿Cómo empezar? Pues para empezar, no me sigan llamando Dios. Invéntame tú un nombre. Si yo fuese Dios no me gustaría que siempre me llamasen así. Jugaría por ejemplo a que todos mis seguidores me llamaran de una manera distinta. Ya sé lo que están pensando. Sí, lo sé. Es más complicado, pero recuerda algo: soy DIOS. Además, quién dijo que Dios es un mapa para estar ayudando a nadie a encontrar “su camino”. ¡Qué imagen tan inverosímil! Dios consigue bajar a la tierra. Se ha cumplido la profecía. Pero no señores, no se emocionen. Benedicto quédate sentado que no bajó para hablar contigo. Bajó a explicarle la dirección a un desorientado. Toda la fe cristiana resumida en un mapa.

Dios, si estás leyendo esto, te tengo una propuesta: ya que escribo como tú, y ya sabes lo que dicen de la escritura que es un don de Dios, qué tal si cambiamos por un día. Yo juego a ser tú y tú juegas a ser yo. Mi vida está bien, creo que te gustará. De cualquier manera seguirías escribiendo como tú. Eso ya es algo. Prometo no acostumbrarme a tus beneficios. Digamos que sólo te diré un par de cosas que haría si fuera tú: me tomaría una copa de vino con Jorge Drexler, tendría una función de Wicked y me nominarían a un Tony, le haría una visita a Madonna y le diría que la quiero, pasearía un rato por Barcelona, nadaría un par de minutos con los delfines, me sentaría a hablar con Shakespeare, y si él no está disponible pediría una audiencia con David Griffith y le pediría perdón por haberlo confundido con un director europeo. Bueno, seguro haría más cosas. Lo único que sé es que si soy Dios por un día tendría un Blackberry pero lo tendría apagado para evitar interrupciones.

Si ya no quieres que juguemos a intercambiar no me lo digas. Así yo seguiré creyendo que escribo como tú y tú seguirás dando direcciones desde allá.
PD: Si fuese Dios también me acostaría con unas cuantas personas, pero eso no pienso revelarlo.

jueves, 7 de mayo de 2009

¿Tú a quién quieres serle fiel?

Yo tengo pocas certezas. Me gusta saltar. Ésa es una y ya los seguidores del blog deberían saberlo.

Yo no sé qué es la libertad. Pero la deseo. Y la deseo aún más cuando no la tengo. Palabra abierta, palabra posible. La arbitrariedad me da asco, me ensucia las manos. Poca conciencia tenía de la libertad hasta hace poco. No soy persona de refranes. Pero éste es justo y necesario. Sí, como el Dios de los católicos. Nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde.

Creo en el arte como libre manifestación de las individualidades que se convierten en oportunidades colectivas de la sociedad. Nunca, como en estos días, he sentido temor por una pérdida de absoluta libertad. Porque soy libre en mis decisiones, en mis actos, en mis posturas, en lo que yo decido. Pero qué pasa cuando alguien más decide por mí. ¿Qué pasa cuando se me impone una esvástica, una estrella de David, en pez, o un color? ¿Qué pasa cuando el tiempo se detiene para mí y sigue corriendo para los otros? ¿A dónde irá el espacio que habla de la libertad?

Ojos cerrados.
Bocas cerradas.
Oídos cerrados.
Mentes cerradas.

Esta mañana leí en el periódico una noticia de espanto. ¡Como si eso no fuese ya rutina de cualquier ciudadano de este valle de caos leer noticias de espanto! El titular decía: “Los artistas están de luto”. Ya desde ayer sabía del suceso, pero leerlo, verlo impreso y materializado, hizo que las lágrimas de un joven artista comenzaran a caer. No. No era actuación, no era ficción. El Ateneo de Caracas ha sido desalojado, nada más y nada menos, que por el Ministerio de la Cultura. Palabra cerrada, palabra imposible.

Ya hablaba Antígona de la libertad. “Estoy aquí para decir que no y para morir”. Pero ¿quién está dispuesto a decir que no? ¿A qué le tenemos miedo? Hay cosas que tenemos que hacer. Antígona debía ser fiel a los restos de su hermano. ¿Nosotros a quién le seremos fieles? Cuántos espacios para el arte veremos morir. No sé qué hay que hacer, lo confieso. Nunca he sido hombre de acción. Pero sé lo que no hay que hacer. Busque usted, señor lector, su manera de actuar. Deje que su conciencia de hable. A veces es bueno.

Fernando Savater, en Las preguntas de la vida, revela que hubo un día de su infancia en el que entendió que él también iba a morir. Confieso que yo no recuerdo cuándo fue que entendí todo ese asunto de la muerte, pero también sé que eventualmente la amiga de negro seductor llegará. Pero quiero que cuando llegue me hable de la libertad. ¡Qué curioso! Hablar de libertad con la muerte. Sólo quiero que la libertad no muera. Ella no debe morir.

No quería hablar de fidelidad, pero tengo que hacerlo. Y si tengo que serle fiel a alguien, quiero serle fiel a la libertad. ¡Sueño utópico, ¿no?!
¿Tú a quién quieres serle fiel?

martes, 5 de mayo de 2009

¿Ella también estará sola?

11:11. Son las 11:11. Tengo sueño. Pero hoy decidí escribir.

Estoy aquí o creo estarlo. Siempre hay que dudar. Hace tiempo que retraso el momento de escribir sobre esta persona. No es que no me guste su compañía, pero su presencia me reta constantemente y a veces, me canso. Me ronda, me vigila, pero, sobre todo, me acompaña. La soledad: curioso estado de cuerpo y mente. La soledad está presente. Hay mil voces, mil caras, mil pasos. Pero no oigo estas voces en mi cabeza, no veo la mirada en los rostros y no siento las huellas en mi espalda.

No quiero que con esta sentencia, usted lector, compañero de viaje, sienta que no aprecio su compañía, o que ésta me resulta innecesaria. No. Pero esta es mi circunstancia. Estoy en todas partes y no estoy en ninguna. Tengo pocas horas lucidas como diría el filósofo. Pero al menos las tengo y eso también es una certeza. Cuando me pierdo para mí me pierdo para los demás. Vivo la vida en la ficción, en el cuerpo y la voz de otro que no soy yo. Ya quien me haya oído hablar de este enredo entenderá.

¿Cuántas sombras vagan por el campo minado de la soledad? Aguardo en silencio la respuesta

Últimamente, he estado escarbando y descifrando minuciosamente las palabras que describen al Dios de la Intemperie de Armando Rojas Guardia. Escuchar al otro, estar abiertos a la experiencia sensorial. Y, finalmente, romper con el paradigma de la esperanza como fuente de vida. No. La esperanza no es el camino. El camino es la espera. ¡Pero qué difícil resulta vivir en la espera! Pensé. Sobre todo una persona tan impaciente como yo. A mí el tema de las sorpresas nunca me entusiasmó demasiado. Pero hay algo de cierto en esta manera de entender el viaje.

Perdido. Esquivo. Vacío. Contrario. Espeso. Intrínseco. Arista. Indeciso. Desasosegado. Peligroso.

Yo no soy hombre de teorías, pero estructuré mi propia teoría. No soy yo, eres tú. Seas quien seas, eres tú. La soledad no la construí con mis manos. Mi soledad no está trabajada en barro. Mi soledad no es mía, no es vocacional. Después de toda esta palabrería no sé qué es la soledad. Tampoco me propuse descubrir qué era. Está y la siento. La vivo. La padezco. La envidio. La admiro. La respeto. La comparto. ¿Vas a estar siempre? ¿Estás tú también sola? Por eso buscas compañía ¿cierto? Pues te diré algo querida amiga, sólo un consejo: no te refugies siempre en mí. Me cansa. Silencio.

Mis palabras han sido resueltas en una canción del filósofo

Soledad

Soledad,
aquí están mis credenciales,
vengo llamando a tu puerta
desde hace un tiempo,
creo que pasaremos juntos temporales,
propongo que tu y yo nos vayamos conociendo.

Aquí estoy,
te traigo mis cicatrices
palabras en papel pentagramado.
No te fijes mucho en lo que dicen,
me encontrarás
en cada cosa que he callado.

Ya pasó
ya he dejado que se empañe
la ilusión de que vivir es indoloro.
Qué raro que seas tu
quien me acompañe, soledad,
a mí, que nunca supe bien
cómo estar solo.

1 de abril 2006 Sepúlveda
Jorge Drexler

miércoles, 1 de abril de 2009

Saltando

Saltar. Bonita palabra.

Son muchas las cosas que pueden pasar si saltamos. Algunos se pierden; unos se rompen algún miembro del cuerpo, incluso hay quien muere en el intento. Otros caen de pie -como los gatos-, y otros, simplemente, vuelan.

A mí me gusta saltar, me divierte. Se experimenta un vacío fugaz, un momento de incertidumbre. Nos preguntamos cómo será la caída. Yo nunca he sido una persona demasiado aventurera. No soy quien sueña con tirarse en paracaídas, en parapente o en bungee. Digamos, pues, que no nací para el peligro. Al menos para ese tipo de peligro. ¡Qué ganas de arriegar la vida por un instante de vacío! Esas emociones fuertes de ficción, me desagradan. Además me dan vértigo. Y siempre he tenido la firme convicción de que muchas de las personas que recurren al vuelo fácil y pagado, es porque no se atreven, con sus acciones y su cuerpo, a realizar actividades que les proporcionen la misma adrenalina. Si queremos experimentar la sensación de una caída libre, son muchas las cosas que podemos hacer (creo yo) sin recurrir a una fuente externa que no seamos nosotros mismos. Pero no criticaré. Cada cual con su recurso.

Yo, por ejemplo, experimento ese vacío cuando estoy en escena. Y no son sólo palabras cliché del medio. En realidad sucede así. Minutos antes, cuando los aplausos ansiosos del público demandan la aparición del actor en las tablas, yo estoy cayendo un poco más. Y finalmente, cuando decido pisar el escenario, en realidad estoy saltando, sin cuerdas, sin alas artificiales -que ya eso se lo dejo al pobre Ícaro-. Siempre hay un ápice de miedo, una gota de incertidumbre. Un momento en el que creo que las alas jamás se abrirán. Pero basta una palabra, un movimiento, un cambio de luz, y el miedo desaparece. Las alas se abren y entonces la caída se convierte en un vuelo seguro. El aterrizaje no se ve forzado. Ahí me doy cuenta que no importa más nada. Que la caída me pertenece. Y saltar siempre vale la pena.

No soy una persona cursi, ustedes deberían saberlo. Y si no lo sabías esta es una buena manera de hacerlo. Pero no soy radical con esto. He tenido momentos cursis en la vida y no tengo problemas con eso. De hecho creo que muchas veces sólo se trata de una actitud egoísta de mi parte. Me exaspera la cursilería en el lenguaje corporal de otro, en la mirada de otro. Pero cuando se trata de mí no me detengo mucho a racionalizarlo. Incluso me permitiré un momento cursi en este momento. Un beso. Un beso siempre implica un salto al vacío. Entonces porqué si besar resulta algo tan sencillo, tan económico, recurrimos al contrato del vuelo artificial. Besemos de verdad y saltemos. Si no puedes hacerlo, algo está mal contigo. Lo siento.

Muchas veces la gente salta y se les señala., se les acusa socialmente. Estúpida sociedad entonces. Existe un derecho divino, un contrato de nacimiento que se llama libertad. Qué placer tener la capacidad de adueñarse de esa palabra, así sea para justificar nuestros saltos. Y si te conviertes en un proxeneta de la libertad, en un “libertino”, ése ya es problema tuyo. Que no se me acuse a mí de estar propiciando vicios y saltos al vacío ¿eh? O no.

¿Cuánto de real hay en lo saltos? Yo creo que mucho.

Entonces no me queda más que saltar. Os lo recomiendo. Pónganlo en práctica. Salten de vez en cuando: en la casa, en el trabajo, en la calle. Salten y pásenla bien.

lunes, 23 de marzo de 2009

Cuento corto para leer solo(a)

No se le veía muy a menudo. Pero cuando se le veía, caminaba solo. Y no porque le gustase caminar siempre solo, es que a veces no tenía con quien caminar. Cada paso suyo dibujaba un espiral de huellas. Estaba perdido la mayoría de las veces. Pero no estaba perdido como quién se deja a merced de una gran ciudad. Estaba perdido en el alma.

La gente hubiese podido pensar que a él no le gustaba ser visto, que no le gustaba que lo vieran. Solo. Siempre solo. Y hay personajes, e incluso personas, que realmente disfrutan vagando en su soledad. Pero a él no. Al menos es importante que haya quedado claro.

Las mañanas siempre lo miraban con pena. Cada transeúnte lo miraba con pena. De vez en cuando, su reflejo también lo hacía. No era culpa suya. El régimen de la soledad no era una opción real en su camino. A la gente le resultaba fácil juzgarlo por su condición de solitario. Las voces siempre lo acusaban en la calle.

Un día arrogante, terminó por creer que la gente se perdía de gratos momentos al privarse de su compañía. Cada noche, a partir de ese día, fue más penoso. La luna le vio convertirse en un soldado. Un soldado sin tiempo de batallas desgastadas. Se construyó una muralla de palabras muertas, palabras sin pronunciar. Su carencia de amor siempre le fue fiel. Era como si estuviese pagando muy caro el precio de una condena secreta y trascendental.

Al principio se le veía poco. Un día, de pronto, ya no se le vio más. Ni en la calle, ni en los callejones, ni en las esquinas, ni en el banco del parque. Un día desapareció. Nadie se hizo preguntas. Quizás nadie notó su ausencia. Pero él seguía ahí, sin prisa. Caminaba hecho sombras de acero. Y no era un fantasma, no era un recuerdo. Era solo: el silencio.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Estoy yo y el silencio

El silencio siempre es buena compañía; al menos para mí lo es. Uno se acostumbra a él. Lo sientes, lo escuchas, lo entiendes. Y no me refiero al silencio como ausencia de sonido, sino al tiempo detenido en el que nos preguntamos y respondemos nosotros mismos. Sí, está bien hablar con uno mismo. No es síntoma de locura, es signo de humanidad. Instintivamente uno se ve obligado a un enfrentamiento. En esas conversaciones no hay límites reales, no hay prejuicios. Estoy yo y el silencio. Palabras van y vienen (sí, como el mar) y uno se pierde las entradas y las salidas.

Últimamente he descubierto que no me conozco tan bien como creía. Y no lo he descubierto, precisamente, mediante reflexiones filosóficas conmigo mismo. Ha sido gracias a la intervención, casi quirúrgica, de ciertas personas en mi vida. Comenzaré diciendo que no tengo tan buena memoria como solía tener. Incluso, soy despistado. Puedo mantener conversaciones interesantes con una persona que me importa y luego, sin más, olvidarla. Es importante que haya dejado claro que la persona me importaba, porque es invariable. Tengo tendencia a no fijarme en cosas que tienen cierta trascendencia. No creo que esto me convierta en un pecador. De cualquier manera trabajaré en ello, así sea sólo como un ejercicio temporal. No todo se me olvida.

Debo decir que creo firmemente en la memoria; aunque suene contradictorio. Sin embargo, he notado que hay cosas reales (como creo que ya ha quedado claro en este blog) que se olvidan. El sentido de realidad le da vigencia a las cosas. Sin ir mucho más lejos, creo en el sentido real del silencio. Pero hay cosas que fueron reales y, a sabiendas o no, las olvidamos. ¿Por qué? Eso no puedo responderlo yo, al menos una respuesta genérica. Puedo decir que he olvidado cosas reales, no para escapar de ellas, porque aunque suene “cliché” aprendí/aprehendí de ellas. Pero tampoco me gusta demasiado cargar maletas pesadas. ¿Comodidad? Quizá sí. No me importa.

Diré que hace poco también descubrí que suelo apasionarme mucho con las cosas. Esto quizá ya lo sabía pero una buena amiga se encargó de ponerlo en palabras. Muchos llaman a esto que me pasa "obsesión". Tengo incluso frases que comprueban esta particularidad. La más célebre: “La amé para siempre”. Ahora que lo leo entiendo qué tan alarmante pueda sonar que yo ande por la vida diciendo que todo lo amé para siempre. Y esto también es invariable, es decir, el rango de cosas que puedo amar para siempre es bastante amplio. Películas, personas, libros, canciones, y más. Pero me gusta este aspecto. Me gusta saberme capaz de involucrarme tanto con las cosas. ¡ATENCIÓN! Es recomendable que Ud. no intente esto en casa sin la supervisión de un adulto, no siempre es bueno.

De cualquier manera, empecé a escribir esto porque ya tenía varias de estas ideas rondándome en la cabeza. Y, sin ir más lejos, acabo de ver una gran película: La Duda. Los silencios pueden ser terapéuticos o no. Vean la película.

Si lees esto, y lo entiendes, entonces es para ti…

EL AMIGO QUE DUERME

¿Qué diremos esta noche al amigo que duerme?
la más tenue de las palabras nos viene a los labios
desde la pena más atroz. Miraremos al amigo,
sus inútiles labios que nada dicen,
hablaremos quedo.

La noche tendrá el rostro
del antiguo dolor que reaparece cada tarde
impasible y vivo. El remoto silencio
sufrirá como un alma, mudo en la oscuridad.
le hablaremos a la noche que respira quedo.

Oiremos gotear los instantes en la oscuridad
más allá de las cosas, en la ansiedad del alba,
que llegará sin aviso tallando las cosas
contra el muerto silencio. La inútil luz
develará el semblante absorto del día. Los instantes
callarán. Y las cosas hablarán quedo.

Cesare Pavese

jueves, 5 de marzo de 2009

Hablando de cosas reales

Ciertamente hay que hablar de cosas reales. Al menos eso me propuse. Debo, para ello, definir primero dos términos. No porque desconfíe del lector, no. Es esta estúpida manía mía de nombrar las cosas. Suelo siempre criticar este tipo de manías. Detesto encasillar las cosas, nombrarlas. Quizá resulte nocivo para ellas, digo, para las cosas. Muchos dicen que pierden su esencia. Mientras medico esta irremediable ansiedad por nombrar, lo seguiré haciendo. Por los momentos para empezar:

real. (Del lat. res, rei.) adj. Que tiene existencia verdadera y efectiva.

realidad. f. Existencia real y efectiva de una cosa. 2. Verdad, lo que ocurre verdaderamente.

Existen cosas reales que se ven, que están ahí. El mar, por ejemplo, es una de ellas. Grande, extenso, azul; adjetivado, en fin. Nadie nunca ha dudado de él. Muchos le temen, muchos le adoran. Pero nadie lo ignora. No. Él sí que sabe ser mar. Y realmente no sé porque estoy hablando del mar. Quizá sólo sea otra manía, o un simple recurso poético que siempre viene bien. Después de todo, ¿qué poeta ignora el sonido de las olas? No es que yo me considere un poeta, pero aún así hago uso de las palabras. De cualquier forma, me gusta el mar. Sabe estar tranquilo, sabe dejar correr sus nervios de olas. Viene y va y nunca se cansa. Acabo de descubrir que quizá por eso me guste tanto. Lo admiro. Cuando sea grande quiero ser mar. No creo que sea sólo un capricho momentáneo. Realmente ha sido una epifanía. Quiero ser como el mar.

Existen cosas reales que no se ven, pero que siguen estando ahí. Y no esperen que vaya a hablarles de amor. Sería algo estúpido, ingenuo o arriesgado hacerlo en este momento. Ya dedicaré algunas palabras a ese oficio. Hablaré más bien de una señora que tuve oportunidad de observar hoy en el metro. Para hablar de ella debo empezar por contar la historia de este encuentro:

Me encontraba acorralado sobre una de las puertas del vagón y los rieles se perdían en la distancia. La gente hablaba, mucho gritaban. Yo no escuchaba la música de mi dispositivo de audio. Una voz estridente avisó: estación Maternidad. Ya nadie más cabía en el tren. No obstante la señora entró, y con ella su hijo. El niño debía tener, por lo menos, ocho años. Me cayeron bien. Y más vale que haya sido así, los tenía encima. Lo curioso no fue el trayecto, sino lo que la señora le dijo al niño una vez dentro del vagón. La madre casi se había quedado porque el tren iba apurado. El niño entró primero y cuando la madre entró le ha dicho: “¿Qué hubieras hecho si te quedabas solo en el vagón?”. Esperaba con ansias escuchar esa respuesta. De niño siempre me preguntaba qué hubiera hecho yo. El niño no respondió. Finalmente la señora le dijo: “Pues hubieras seguido sin mí y me hubieras esperado en Antímano. Hay que ser pilas en la vida”.

Pasé el resto del camino pensando en lo que la madre le había dicho a su hijo. Una lección de vida, nada más y nada menos. Y menos mal que pasó algo así que me distrajera porque ya empezaba a asfixiarme. ¿Y por qué hablé de este cuento? Bueno, porque fue un momento, un momento real. Y los momentos no se tocan, no se miden. Están ahí y son reales. Edifican este viaje. Es divertido andar por ahí y, de vez en cuando, observar a las demás personas. Ver qué hacen, cómo se comportan, qué lecciones imparten, o no.

Para más reflexiones sobre nada, no se pierda la próxima entrada de este campanario que sólo busca ser algo real.

martes, 3 de marzo de 2009

De cómo se vuelve loco un caballo


Doctor, debo confesar que estoy aquí por que ya no aguanto más. Necesito alguien con quien hablar para sopesar mi locura.

Comenzaré diciendo que mi nombre es Rocinante, nombre que me impuso el principal responsable de esta crisis; eso usted debería saberlo. Tengo cuatrocientos años y estoy acabado. No creo estar del todo loco, de lo contrario, no hubiese venido por voluntad propia, pero sí creo que tantos años al lado de mi dueño me han afectado. Le contaré, o recordaré, como se inició toda esta experiencia que ha sido tan penosa y difícil para mí.

Todo empezó cerca del año 1605, cuando aún yo no estaba tan venido a menos. Un día, mientras almorzaba en la ciudad de La Mancha, se me acercó un hombre misterioso. Era alto, flaco, pálido y con un aspecto de cansado que daba lástima. Temí por mi vida doctor, siempre he sido algo paranóico, y aquella escena parecía un secuestro. Traté de no relinchar para no parecer cobarde. El hombre se acercó, y me susurró al oído que tenía grandes planes para los dos, que juntos recorreríamos el mundo y ganaríamos fama. Aquello no sonaba nada mal. Entonces decidí hacerle caso, no tenía mucho que perder, así que nos encaminamos a lo que parecía ser un futuro prometedor.

Hubo un primer indicio que me hizo pensar que ese futuro no sería tan prometedor, y fue cuando noté que mi nuevo dueño no me alimentaba bien. Nunca fui un caballo de trote, pero tampoco estaba tan descuidado, digamos que ser libre era mejor que estar sometido a las órdenes de alguien. Otro aspecto que había llamado mi atención era el notable desequilibrio de mi dueño. Incluso se había inventado un nombre de “caballero”, así que todos debían llamarle: Don Quijote de La Mancha. Eso también lo debe saber usted.

Los días comenzaron a hacerse largos, hasta que mi señor decidió emprender su primera aventura formal. Como no estaba bien alimentado, difícilmente podía soportar el peso de mi jefe, y como era de esperarse, la utopía idílica de mi amo por defender los ideales fracasó en su primer intento. Al menos, en esa oportunidad, el que salió lastimado fue él. Las cosas se pusieron graves cuando yo también comencé a salir herido. Esas condiciones no estaban implícitas en el futuro prometedor, a menos que estuvieran escritas en letras pequeñas dentro del contrato.

Un día, como usted bien sabe, el desquiciado de mi dueño confundió unos molinos de viento ubicados en el campo de Criptana de La Mancha, con unos gigantes. Sin pensarlo, me obligó a lanzarme contra ellos. Por supuesto, casi me arrancan la cabeza. Me doblé la pata y, como siempre, tuvimos que volver a casa con el amargo sabor de la derrota. Todas estas pérdidas, unas tras otras, iban consumiendo mi ego. En las noches lloraba. Lloraba solo.

Conforme pasaba el tiempo, aumentaban las batallas perdidas. Mi inseguridad fue creciendo. Ya no me sentía un caballo capaz. Aquel hombre había destruido mi confianza. Fue entonces cuando decidí, ante el temor de convertirme en burro, acudir a usted. Necesito ayuda doctor Cervantes, sólo usted, creador de todas mis miserias y desventuras, puede ayudarme.

sábado, 28 de febrero de 2009

No sé cómo terminé aquí

Este blog no es una aparición, es algo real. Y no quedan muchas cosas reales en estos días. No sé cómo terminé aquí. No fue por alcohol, de eso pueden estar seguros. Estoy sobrio. Estoy sobrio. Estoy sobrio. Lo siento, debía repetirlo unas cuantas veces para que no quedara la menor duda. Debo reconocer que hoy descubrí la palabra que da nombre a este blog: El Clochel.
Clochel. (Del fr. clocher, de cloche, campana.) m. ant. campanario, lugar donde se colocan las campanas.
Y la descubrí no por casualidad. Desde el preciso instante en el que sentí la necesidad física de parir un blog me dispuse a conseguir un diccionario. Existe un juego. Un juego curioso. Consiste en tomar un libro, hacer una pregunta y, finalmente, abrir una página cualquiera en busca de la respuesta. Este juego es cosa seria. Ha salvado vidas. Así fue como encontré esta palabra. Y no hice trampa en el juego. Por que muchas veces ocurre que no me gusta la primera respuesta a la pregunta y, bajo cualquier excusa barata, me engaño a mi mismo buscando la respuesta en una página mucho más sabia o amable. Imagino que para este momento ya todos sabrán cuál fue la pregunta que le hice al diccionario.
No tengo un objetivo con este blog. Quizá se consuma solo con el paso del tiempo. Y cuando digo "con el paso del tiempo", en realidad quiero decir cuando inicie el nuevo semestre. Por ahora, sólo me sirve para escapar de la sabrosa e impaciente monotonía de los días de ausencia y de espera.
En las primeras lineas dije que son pocas las cosas reales que quedan. Espero poder hacer de esto algo real, aunque me contradiga con la carencia de objetivo del blog. Pues ¡EUREKA! Si tiene un objetivo después de todo. Penetrar los muros, bajar y subir las escaleras, y encontrar algo que, después de todo, sea real.
Acabo de volver a jugar. Esta vez con un libro prestado. Obra poética de Juan Sánchez Peláez. Encontré algo. Un poema pertinente para terminar estas lineas inconexas que sirven de plataforma para las palabras. Sin más
YO NO SERÉ
Yo no seré explícito o enigmático o tú no serás la rosa
en fuga o la piedra dura qué locura
del hoy de mi ayer que en mi mañana a menudo hora tras
hora o sea esta noche
se apagan los miembros del diamante en los ojos de mi
amante
topo una gruta impenetrable
abro mi abecedario ovillo para que en mi ademán se
filtre la luz
y cual nos viéramos mi dama y yo yendo de paseo
buzos reclusos qué ebriedad qué risa
y la arena frágil del corazón
la redonda manzana en el agua de nuestros labios.
Aquí escucharé campanas.
Aquí guardaré campanas.