Un viernes normal estaba a punto de empezar. Se despertó ingenuamente como cada mañana de su monotemática vida. Nada nuevo, nada especial. Todo rutina. Un extraño pero entusiasta ánimo le acompañaba.
No. No quiero empezar esta historia así. Borren de sus mentes ese comienzo. Es estúpido, aburrido y sin personalidad. Sobre todo si se trata de una historia tan particular como la que aquí será narrada. Y les pido que no recuerden aquel inicio porque, francamente, no sé cómo empezar esta crónica. Crónica por decir algo. No me gusta encasillar a las palabras. Es como quitarles parte de su pureza. Qué sé yo.
Viernes 29 de mayo de 2009.
Hora: inicios de la mañana, para ser exactos
Como cada día me dirigía a la universidad. Bajo caminando desde mi casa hasta la estación de metro más cercana. Estación: Zona Rental (a todo aquel lector que haya sido usuario del metro, le invito a que se imagine cómo sonaría el nombre de la estación dicha por la agradable voz del vagón. Es una recomendación innecesaria).
Estaba yo a la altura de los perros calenteros, muy cerca de la entrada al metro. De pronto escucho una voz. No es que me estaba volviendo loco. No tenía esquizofrenia de pronto. Era una voz real. La voz estaba cada vez más cerca. Era la voz de un hombre. Cuando volteé lo tenía justo detrás de la espalda. Me pidió dinero para los pañales de su hija.
A continuación: un paréntesis ( ). No me importará quedar como un parásito humano, como escoria. Pero he de admitirlo. Odio darle dinero a la gente. Punto. Ya lo dije. No me queda nada por dentro. Nunca me ha gustado. Si no tienen dinero, pues a mí tampoco me sobra.
Continúo. Me quedé en los pañales de la hija. Ya dije que no me gusta darle dinero a la gente, pero, en este caso, me pareció necesario. Y no porque el papa Juan Pablo II haya reencarnado en mí. No. Fue porque nada más y nada menos el amigo que dijo que tenía una pistola, y que si no le proporcionaba el dinero me abaleaba. Sí. Del verbo: abalear.
Humildemente saqué mi cartera. Le di los únicos dos bolívares (fuertes) miserables que venía arrastrando desde el martes. El señor, inconforme, me ha dicho que eso no le servía para nada. Y yo que pensaba comprarme cualquier chuchería en la feria porque era viernes, y sería bonito terminar la semana con algo dulce. Pero bueno, así somos los seres humanos: inconformes por naturaleza. Acto seguido, el caballero, que andaba de blue jean y chemise azul, me pidió que le enseñara mi teléfono celular. En ese momento pensé: “Coño, me volvieron a robar el teléfono”. Saqué el teléfono, que era cualquier teléfono, y tuve la decencia de advertirle a mi verdugo que no era un buen equipo. No sabría decir si era que el señor era bruto, o estaba más nervioso que yo, pero el muy imbécil me ha preguntado que qué era eso. Yo dije en mi cabeza: “Coño, pero qué va a ser, un celular, animal”. Pero mi valentía no es tal y sólo pude preguntarle que a qué se refería. El ladrón vuelve a preguntar, esta vez con más claridad, que si era Digitel o Movilnet. Respondí: Movilnet.
El imbécil comenzó a marcar cualquier número. Perdón. Intenté mantener el respeto por el caballero durante la primera parte del relato pero mejor ya más no. Es un imbécil. Yo, que soy un alma noble (señores, no se alarmen, no es mi ego el que habló. Realmente soy una persona noble) Y porque soy una persona noble, o quizás estúpida, le expliqué que primero debía marcar 0212… o 0414. Lo que sea. Situación absurda y surrealista. Quería gritar: ¡Dalí, sal de donde quiera que estés!
El ladrón me invita a que lo acompañe a un cajero. Pensé: “Coño, bien bueno. Ahora me va a secuestrar”. Le dije, muy serenamente, que no tenía dinero en el cajero. Era cierto. No tenía dinero en el cajero. Él insistió. Hasta que, finalmente, tuve que malandrearlo. Le respondí a su nueva petición, literalmente: “Estoy pelando bolas, marico”. Dejó el asunto del cajero por un momento y pidió ver lo que había en el bolso. Muy amablemente le enseñé mi almuerzo (croquetas de atún, arroz, plátanos dulces y una manzana). Luego le mostré mis cuadernos y le ofrecí “Cuando quiero llorar no lloro” de Miguel Otero Silva. Rechazó casi con asco mi libro. Yo me ofendí y volví a pensar. Dije en mi mente: “Y encima de todo, bruto”. Si no lo quería leer, al menos pudo haberlo vendido ¿no?
Después de casi diez minutos de conversación, con el que estaba a punto de convertirse en mi amiguito, me dejó ir porque le dije que iba tarde para una clase. No sin antes insistir nuevamente en que lo acompañara para un cajero. Pero creo que los dos bolívares fuertes, el celular (que se quedó), y la cara de trauma, hicieron que el señor se apiadara de mí y me dejara ir. Caminé rápido y sin mirar atrás hasta llegar a la cola del vagón del metro. Quería escupirle la cara a cualquier persona que se atreviese a mirarme. Sentí nuevamente lástima por este país que agoniza a diario.
En la cola del metro se encontraba una buena amiga mía. De esas cosas que pasan por algo al azar. Ella es bien divertida. O eso creo yo. Se hace llamar Bernie. Es este un buen momento para agradecerle su compañía en el metro. Gracias a ella tomé las cosas con humor. La ira fue desapareciendo poco a poco. Incluso, logré construir un stand up comedy con el material absurdo del robo de mi teléfono celular. Estación: Zona Rental.
Pequeño epílogo.
Escribo sobre este episodio de mi vida porque no hay nada más REAL que la situación de caos en la que sigue hundiéndose Venezuela...