lunes, 23 de marzo de 2009

Cuento corto para leer solo(a)

No se le veía muy a menudo. Pero cuando se le veía, caminaba solo. Y no porque le gustase caminar siempre solo, es que a veces no tenía con quien caminar. Cada paso suyo dibujaba un espiral de huellas. Estaba perdido la mayoría de las veces. Pero no estaba perdido como quién se deja a merced de una gran ciudad. Estaba perdido en el alma.

La gente hubiese podido pensar que a él no le gustaba ser visto, que no le gustaba que lo vieran. Solo. Siempre solo. Y hay personajes, e incluso personas, que realmente disfrutan vagando en su soledad. Pero a él no. Al menos es importante que haya quedado claro.

Las mañanas siempre lo miraban con pena. Cada transeúnte lo miraba con pena. De vez en cuando, su reflejo también lo hacía. No era culpa suya. El régimen de la soledad no era una opción real en su camino. A la gente le resultaba fácil juzgarlo por su condición de solitario. Las voces siempre lo acusaban en la calle.

Un día arrogante, terminó por creer que la gente se perdía de gratos momentos al privarse de su compañía. Cada noche, a partir de ese día, fue más penoso. La luna le vio convertirse en un soldado. Un soldado sin tiempo de batallas desgastadas. Se construyó una muralla de palabras muertas, palabras sin pronunciar. Su carencia de amor siempre le fue fiel. Era como si estuviese pagando muy caro el precio de una condena secreta y trascendental.

Al principio se le veía poco. Un día, de pronto, ya no se le vio más. Ni en la calle, ni en los callejones, ni en las esquinas, ni en el banco del parque. Un día desapareció. Nadie se hizo preguntas. Quizás nadie notó su ausencia. Pero él seguía ahí, sin prisa. Caminaba hecho sombras de acero. Y no era un fantasma, no era un recuerdo. Era solo: el silencio.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Estoy yo y el silencio

El silencio siempre es buena compañía; al menos para mí lo es. Uno se acostumbra a él. Lo sientes, lo escuchas, lo entiendes. Y no me refiero al silencio como ausencia de sonido, sino al tiempo detenido en el que nos preguntamos y respondemos nosotros mismos. Sí, está bien hablar con uno mismo. No es síntoma de locura, es signo de humanidad. Instintivamente uno se ve obligado a un enfrentamiento. En esas conversaciones no hay límites reales, no hay prejuicios. Estoy yo y el silencio. Palabras van y vienen (sí, como el mar) y uno se pierde las entradas y las salidas.

Últimamente he descubierto que no me conozco tan bien como creía. Y no lo he descubierto, precisamente, mediante reflexiones filosóficas conmigo mismo. Ha sido gracias a la intervención, casi quirúrgica, de ciertas personas en mi vida. Comenzaré diciendo que no tengo tan buena memoria como solía tener. Incluso, soy despistado. Puedo mantener conversaciones interesantes con una persona que me importa y luego, sin más, olvidarla. Es importante que haya dejado claro que la persona me importaba, porque es invariable. Tengo tendencia a no fijarme en cosas que tienen cierta trascendencia. No creo que esto me convierta en un pecador. De cualquier manera trabajaré en ello, así sea sólo como un ejercicio temporal. No todo se me olvida.

Debo decir que creo firmemente en la memoria; aunque suene contradictorio. Sin embargo, he notado que hay cosas reales (como creo que ya ha quedado claro en este blog) que se olvidan. El sentido de realidad le da vigencia a las cosas. Sin ir mucho más lejos, creo en el sentido real del silencio. Pero hay cosas que fueron reales y, a sabiendas o no, las olvidamos. ¿Por qué? Eso no puedo responderlo yo, al menos una respuesta genérica. Puedo decir que he olvidado cosas reales, no para escapar de ellas, porque aunque suene “cliché” aprendí/aprehendí de ellas. Pero tampoco me gusta demasiado cargar maletas pesadas. ¿Comodidad? Quizá sí. No me importa.

Diré que hace poco también descubrí que suelo apasionarme mucho con las cosas. Esto quizá ya lo sabía pero una buena amiga se encargó de ponerlo en palabras. Muchos llaman a esto que me pasa "obsesión". Tengo incluso frases que comprueban esta particularidad. La más célebre: “La amé para siempre”. Ahora que lo leo entiendo qué tan alarmante pueda sonar que yo ande por la vida diciendo que todo lo amé para siempre. Y esto también es invariable, es decir, el rango de cosas que puedo amar para siempre es bastante amplio. Películas, personas, libros, canciones, y más. Pero me gusta este aspecto. Me gusta saberme capaz de involucrarme tanto con las cosas. ¡ATENCIÓN! Es recomendable que Ud. no intente esto en casa sin la supervisión de un adulto, no siempre es bueno.

De cualquier manera, empecé a escribir esto porque ya tenía varias de estas ideas rondándome en la cabeza. Y, sin ir más lejos, acabo de ver una gran película: La Duda. Los silencios pueden ser terapéuticos o no. Vean la película.

Si lees esto, y lo entiendes, entonces es para ti…

EL AMIGO QUE DUERME

¿Qué diremos esta noche al amigo que duerme?
la más tenue de las palabras nos viene a los labios
desde la pena más atroz. Miraremos al amigo,
sus inútiles labios que nada dicen,
hablaremos quedo.

La noche tendrá el rostro
del antiguo dolor que reaparece cada tarde
impasible y vivo. El remoto silencio
sufrirá como un alma, mudo en la oscuridad.
le hablaremos a la noche que respira quedo.

Oiremos gotear los instantes en la oscuridad
más allá de las cosas, en la ansiedad del alba,
que llegará sin aviso tallando las cosas
contra el muerto silencio. La inútil luz
develará el semblante absorto del día. Los instantes
callarán. Y las cosas hablarán quedo.

Cesare Pavese

jueves, 5 de marzo de 2009

Hablando de cosas reales

Ciertamente hay que hablar de cosas reales. Al menos eso me propuse. Debo, para ello, definir primero dos términos. No porque desconfíe del lector, no. Es esta estúpida manía mía de nombrar las cosas. Suelo siempre criticar este tipo de manías. Detesto encasillar las cosas, nombrarlas. Quizá resulte nocivo para ellas, digo, para las cosas. Muchos dicen que pierden su esencia. Mientras medico esta irremediable ansiedad por nombrar, lo seguiré haciendo. Por los momentos para empezar:

real. (Del lat. res, rei.) adj. Que tiene existencia verdadera y efectiva.

realidad. f. Existencia real y efectiva de una cosa. 2. Verdad, lo que ocurre verdaderamente.

Existen cosas reales que se ven, que están ahí. El mar, por ejemplo, es una de ellas. Grande, extenso, azul; adjetivado, en fin. Nadie nunca ha dudado de él. Muchos le temen, muchos le adoran. Pero nadie lo ignora. No. Él sí que sabe ser mar. Y realmente no sé porque estoy hablando del mar. Quizá sólo sea otra manía, o un simple recurso poético que siempre viene bien. Después de todo, ¿qué poeta ignora el sonido de las olas? No es que yo me considere un poeta, pero aún así hago uso de las palabras. De cualquier forma, me gusta el mar. Sabe estar tranquilo, sabe dejar correr sus nervios de olas. Viene y va y nunca se cansa. Acabo de descubrir que quizá por eso me guste tanto. Lo admiro. Cuando sea grande quiero ser mar. No creo que sea sólo un capricho momentáneo. Realmente ha sido una epifanía. Quiero ser como el mar.

Existen cosas reales que no se ven, pero que siguen estando ahí. Y no esperen que vaya a hablarles de amor. Sería algo estúpido, ingenuo o arriesgado hacerlo en este momento. Ya dedicaré algunas palabras a ese oficio. Hablaré más bien de una señora que tuve oportunidad de observar hoy en el metro. Para hablar de ella debo empezar por contar la historia de este encuentro:

Me encontraba acorralado sobre una de las puertas del vagón y los rieles se perdían en la distancia. La gente hablaba, mucho gritaban. Yo no escuchaba la música de mi dispositivo de audio. Una voz estridente avisó: estación Maternidad. Ya nadie más cabía en el tren. No obstante la señora entró, y con ella su hijo. El niño debía tener, por lo menos, ocho años. Me cayeron bien. Y más vale que haya sido así, los tenía encima. Lo curioso no fue el trayecto, sino lo que la señora le dijo al niño una vez dentro del vagón. La madre casi se había quedado porque el tren iba apurado. El niño entró primero y cuando la madre entró le ha dicho: “¿Qué hubieras hecho si te quedabas solo en el vagón?”. Esperaba con ansias escuchar esa respuesta. De niño siempre me preguntaba qué hubiera hecho yo. El niño no respondió. Finalmente la señora le dijo: “Pues hubieras seguido sin mí y me hubieras esperado en Antímano. Hay que ser pilas en la vida”.

Pasé el resto del camino pensando en lo que la madre le había dicho a su hijo. Una lección de vida, nada más y nada menos. Y menos mal que pasó algo así que me distrajera porque ya empezaba a asfixiarme. ¿Y por qué hablé de este cuento? Bueno, porque fue un momento, un momento real. Y los momentos no se tocan, no se miden. Están ahí y son reales. Edifican este viaje. Es divertido andar por ahí y, de vez en cuando, observar a las demás personas. Ver qué hacen, cómo se comportan, qué lecciones imparten, o no.

Para más reflexiones sobre nada, no se pierda la próxima entrada de este campanario que sólo busca ser algo real.

martes, 3 de marzo de 2009

De cómo se vuelve loco un caballo


Doctor, debo confesar que estoy aquí por que ya no aguanto más. Necesito alguien con quien hablar para sopesar mi locura.

Comenzaré diciendo que mi nombre es Rocinante, nombre que me impuso el principal responsable de esta crisis; eso usted debería saberlo. Tengo cuatrocientos años y estoy acabado. No creo estar del todo loco, de lo contrario, no hubiese venido por voluntad propia, pero sí creo que tantos años al lado de mi dueño me han afectado. Le contaré, o recordaré, como se inició toda esta experiencia que ha sido tan penosa y difícil para mí.

Todo empezó cerca del año 1605, cuando aún yo no estaba tan venido a menos. Un día, mientras almorzaba en la ciudad de La Mancha, se me acercó un hombre misterioso. Era alto, flaco, pálido y con un aspecto de cansado que daba lástima. Temí por mi vida doctor, siempre he sido algo paranóico, y aquella escena parecía un secuestro. Traté de no relinchar para no parecer cobarde. El hombre se acercó, y me susurró al oído que tenía grandes planes para los dos, que juntos recorreríamos el mundo y ganaríamos fama. Aquello no sonaba nada mal. Entonces decidí hacerle caso, no tenía mucho que perder, así que nos encaminamos a lo que parecía ser un futuro prometedor.

Hubo un primer indicio que me hizo pensar que ese futuro no sería tan prometedor, y fue cuando noté que mi nuevo dueño no me alimentaba bien. Nunca fui un caballo de trote, pero tampoco estaba tan descuidado, digamos que ser libre era mejor que estar sometido a las órdenes de alguien. Otro aspecto que había llamado mi atención era el notable desequilibrio de mi dueño. Incluso se había inventado un nombre de “caballero”, así que todos debían llamarle: Don Quijote de La Mancha. Eso también lo debe saber usted.

Los días comenzaron a hacerse largos, hasta que mi señor decidió emprender su primera aventura formal. Como no estaba bien alimentado, difícilmente podía soportar el peso de mi jefe, y como era de esperarse, la utopía idílica de mi amo por defender los ideales fracasó en su primer intento. Al menos, en esa oportunidad, el que salió lastimado fue él. Las cosas se pusieron graves cuando yo también comencé a salir herido. Esas condiciones no estaban implícitas en el futuro prometedor, a menos que estuvieran escritas en letras pequeñas dentro del contrato.

Un día, como usted bien sabe, el desquiciado de mi dueño confundió unos molinos de viento ubicados en el campo de Criptana de La Mancha, con unos gigantes. Sin pensarlo, me obligó a lanzarme contra ellos. Por supuesto, casi me arrancan la cabeza. Me doblé la pata y, como siempre, tuvimos que volver a casa con el amargo sabor de la derrota. Todas estas pérdidas, unas tras otras, iban consumiendo mi ego. En las noches lloraba. Lloraba solo.

Conforme pasaba el tiempo, aumentaban las batallas perdidas. Mi inseguridad fue creciendo. Ya no me sentía un caballo capaz. Aquel hombre había destruido mi confianza. Fue entonces cuando decidí, ante el temor de convertirme en burro, acudir a usted. Necesito ayuda doctor Cervantes, sólo usted, creador de todas mis miserias y desventuras, puede ayudarme.