viernes, 29 de enero de 2010

Sábanas Blancas

Estaba buscando una frase para empezar. Pero no la encontró. Abandonó el miedo poco a poco y empezó. Mentira. Nunca dejó el miedo. Pero aún con ese peso a cuestas comenzó a edificar un nuevo bloque de palabras vacías, una torre de babel con el mismo idioma. Laberintos. Puertas abiertas. Puertas cerradas. Ventanas rotas. Y cortinas teñidas de tiempo sin tiempo. No sabía qué pensar. Para ese momento, su vida se había convertido en el riel de un tren con dos bifurcaciones. Quizás tres, si es que los constructores de trenes alemanes lo permiten. No importa. A él poco le interesaba la ingeniería alemana.

El cambio se sucedió bruscamente. Sería estúpido tratar de precisar la transición con fechas. Aquel señor miraba distinto, dormía distinto. Qué más da cuánto tiempo le tomó comenzar a ver las cosas bajo unos oculares de mayor aumento. Porque eso fue lo que pasó. La vida, sin aviso, le agarró el entrepierna. No le dio tiempo de nada. Apenas pudo reaccionar. Sería injusto, casi un delito, afirmar que no lo disfrutó. Se dejó llevar. Pero quién coño –se preguntaba el señor- puede decirle que no al trabajo oral que te proporciona la gran dama. Nunca encontró respuesta.

Con la vida entre las piernas y un gran angular para verlo todo grande, el señor comenzó a sentirse asfixiado. No había una razón particular. No había una señal exacta. Para esos días, el hombre comenzó a obsesionarse con las cosas. Primero fueron las palabras. Una obviedad. Luego vino el vino. Los vicios. El sexo. Claro, ya dije los vicios: el sexo es tácito. Pero también empezó a obsesionarse con las personas. Se fue convirtiendo en un proxeneta de miradas. Fue perdiendo el pudor. Miraba con descaro. En el metro. En la calle y en los callejones. En las salas de té y en las salas de emergencia. Frente a las puertas y sobre los puentes. Debajo de la cama y flotando sobre ella. Al señor le gustaba mucho flotar sobre las sábanas blancas. Sí, es una metáfora. Ojalá la hayan entendido.

Retomó, además, una nueva confianza en sí mismo. Creo que esto explica también la mirada distinta. Antes de seguir debo recordar que nuestro hombre descubrió una obsesión nueva. Sonará trillado, hasta él lo reconoció públicamente días después. Pero se obsesionó hasta el delirio con otra puta. Muchos le llamaban soledad. A él le gustaba llamarla compañía. Cosa de gustos –decía. Pero con ella tuvo una relación tormentosa. Como toda relación con una mujer libre, sin ataduras. Ella lo perseguía y él se hacía el duro. Pero cuando ella se cansó de esperarlo, él comenzó a soñarla. Típico dirán algunos. Quién sabe. Se dejaron, por el bien de los dos. A veces se extrañaban. Y como no soportaban la distancia, a veces tenían encuentros furtivos y se tocaban hasta la madrugada.

Sí, esas eran las obsesiones recurrentes. El señor, cuando creía que había quemado con fuego las últimas ralladuras de máscara de limón, volvió a llorar. Lágrimas añejas, lágrimas ácidas. Amargas no. Ácidas. ¿Ha llorado lágrimas ácidas alguna vez? Es una pregunta para usted y para usted. Y usted también puede responder, si gusta. Y vinieron otras máscaras.

Durmió poco la última noche. Sobre las sábanas blancas. Esta vez no flotaba.