No se le veía muy a menudo. Pero cuando se le veía, caminaba solo. Y no porque le gustase caminar siempre solo, es que a veces no tenía con quien caminar. Cada paso suyo dibujaba un espiral de huellas. Estaba perdido la mayoría de las veces. Pero no estaba perdido como quién se deja a merced de una gran ciudad. Estaba perdido en el alma.
La gente hubiese podido pensar que a él no le gustaba ser visto, que no le gustaba que lo vieran. Solo. Siempre solo. Y hay personajes, e incluso personas, que realmente disfrutan vagando en su soledad. Pero a él no. Al menos es importante que haya quedado claro.
Las mañanas siempre lo miraban con pena. Cada transeúnte lo miraba con pena. De vez en cuando, su reflejo también lo hacía. No era culpa suya. El régimen de la soledad no era una opción real en su camino. A la gente le resultaba fácil juzgarlo por su condición de solitario. Las voces siempre lo acusaban en la calle.
Un día arrogante, terminó por creer que la gente se perdía de gratos momentos al privarse de su compañía. Cada noche, a partir de ese día, fue más penoso. La luna le vio convertirse en un soldado. Un soldado sin tiempo de batallas desgastadas. Se construyó una muralla de palabras muertas, palabras sin pronunciar. Su carencia de amor siempre le fue fiel. Era como si estuviese pagando muy caro el precio de una condena secreta y trascendental.
Al principio se le veía poco. Un día, de pronto, ya no se le vio más. Ni en la calle, ni en los callejones, ni en las esquinas, ni en el banco del parque. Un día desapareció. Nadie se hizo preguntas. Quizás nadie notó su ausencia. Pero él seguía ahí, sin prisa. Caminaba hecho sombras de acero. Y no era un fantasma, no era un recuerdo. Era solo: el silencio.
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